El sofá de Mayel

Una manera de interpretar al mundo...

Después de hacer una mediocre tarea en la casa de Pedro; voy camino a casa con unos compañeros. Ya estando cerca al paradero Melisa tropieza con una bolsa llena de algo que no es de mi interés. Es una bolsa de basura más, que la gente desordenada e inculta tira sin pudor a la calle pensando que es este su lugar de desechos, pensé. Corriendo la patee como a un balón de fútbol, la sentí pesada y acolchonada por lo que me aleje y la mire desde lejos. Quedo perplejo al observar que algo en la bolsa se mueve de un lado a otro como si fuese un ser vivo lo que estuviese dentro, todos me sugieren que la abra y libere al bebé o al cachorro que se encuentra encarcelado, lo pienso mucho antes de hacerlo, pero mi sentimiento de culpa es demasiado; temeroso desato la bolsa huyendo como un asesino culpable. Todos se quedan mirando el interior con mucha confianza, me detengo y pienso que no estoy en peligro, regreso a ver a quien hice daño golpeándolo como un energúmeno y orate que anda pateando a todo el mundo por la calle. El corazón se me estremece al observar a una inofensiva gata y la camada que probablemente acababa de parir, entre tantas disculpas decido llevarlos a casa para criarlos hasta hallar a alguien que pueda hacerse cargo; llego al paradero y estiro el brazo para detener a un bus. Ya en el carro de regreso a casa pienso en como los voy a alimentar, como los voy a tener y en donde. Mirando la tierna cara de la gatita le pido disculpas en silencio y le prometo que sus gatitos crecerán y serán unos ágiles y hermosos felinillos como ella.

Estoy en la puerta de mi casa, pero aún no sé donde podrá habitar la gata mientras sus crías crezcan; no obstante, ya no quiero que sigan aplastándose entre ellos dentro de esa incómoda y sucia bolsa que confundí con una de basura, por lo que sin pensarlo mucho entro con ellos. No sé que dirán mis padres, no sé que dirán mis hermanas, nadie desea un gato más en casa. Todos descansan a excepción de mi hermana Flor; así que, furtivamente, entro al cuarto donde se plancha la ropa y se almacena cualquier cantidad de trastos viejos; cierro la puerta procurando guardar silencio, apilando y acomodando prendas de algodón y de lana, mías y de Flor, logro formar un lugar donde puedan estar los felinos provisionalmente, los coloco con mucho cuidado mientras sus inevitables maullidos que podrían despertar a mis padres hacen que me ponga más nervioso. Ya estando los gatitos con su madre, más cómodos y cálidos, les traigo agua y alimento hurtándola de la porción del gato de la casa. La gata desesperada come como si no lo hubiese hecho en años; mientras lo hace voy con Flor y le comento lo sucedido, pero miento diciéndole que la dejé en la calle dentro de la bolsa desatada.

Es domingo, nadie sabe de la gata ni de sus crías y yo aun nervioso porque nadie la haya visto continúo haciendo todo como si nada hubiera sucedido; ya en la noche, salgo un momento porque Ángela -con quien mantengo cierta relación sentimental- me ha llamado pidiéndome que le lleve unos cuadernos para que actualice los suyos, ya le he comentado sobre los gatos que hallé. Llego casi puntual, y caminamos hacia su casa, pero la fortuita presencia de su madre nos hace detenernos, conversamos sobre el mediocre trabajo que hice y luego regreso a casa. Al llegar, Flor, indignada me dice que no debí ocultarle que tenía una gata con una camada en la casa porque debía alimentarla y cuidarla mucho, pero por suerte le gustan los gatos, y no me lo dijo, pero me estaba ayudando a criarlos, ese mismo día había muerto uno al amanecer, no fue mucho el dolor que sentí porque aun podía salvar a tres de ellos.

Cuidé con mayor esmero a los sobrevivientes, y le daba de comer a la gata antes y después de ir a la escuela, hablaba mucho de ellos con Ángela y le prometía que le regalaría uno, cuando pudiera caminar, ella, jubilosa, me decía que quería uno gris con patitas blancas. Yo procuraba que no muera ni uno más.

Es lunes, son las seis de la mañana, me levanto a duras penas a observar a los felinillos y su madre, pero quedo estupefacto al ver a dos de las crías desperdigadas junto a su madre sin respirar y aplanadas; habían muerto ahogadas sin poder siquiera maullar. Me invadió una extraña tristeza al meterlos en una bolsa de plástico para tirarlos al tacho de basura.

Solo queda uno, y pensé: a este no lo dejaré morir y estaré cuidando mucho que no lo aplaste su madre; Ángela estaba muy ilusionada con poder criar a un gato cachorro. Al día siguiente, ella, yo y unos compañeros más nos quedamos castigados en la escuela hasta las siete de la noche; mientras su madre conversaba con nuestro tutor, al parecer ella estaba en problemas y muy enfurecida.

El gatito engordó y su madre buscaba cariño, mis padres ya los habían visto y aceptaron mi idea de criarlos hasta que abran sus ojitos y puedan caminar, lastimosamente sólo quedaba uno. El día jueves, feriado largo hasta el domingo, despierto y todo el día me dedico a ellos, a ese pequeño y tierno felinillo y a su madre, durante la tarde estando en mi habitación algo calenturiento con unas revistas, oigo a Flor que grita mi nombre y dice: ¡se murió! de inmediato me abrocho los pantalones y corro a verlo porque no podía creerlo; sin embargo, era cierto: el último sobreviviente había fallecido ahogado por su madre. Me sentí destrozado, un mal dueño, un asesino, con los ojos humedecidos cogí una bolsa, miré al gatito y pidiéndole perdón moví su cabecita. Casi llorando lo metí a la bolsa, sin mirarlo lo dejé en el tacho de basura; era hora de cumplir mi promesa: abandonar a la gata, metiéndola en una caja con dos agujeros para que entre aire. No fui tan cruel de dejarla en la calle totalmente desorientada como lo había hecho su anterior dueño, la gata maullaba desesperadamente por que la dejen salir de la caja, y no la hagan sufrir más por segunda vez dejándola desamparada. Fui a la casa de un chico amanerado -con quien me llevo muy bien- a ofrecérsela; sin embargo, declinó ante mi propuesta, él adoraba a los gatos, su madre no, los votaría al igual que a los que tenía antes. Con ganas de llorar llevé a la gata -con quien me estaba encariñando mucho- al chico también amanerado que me hacía los cortes de cabello y afortunadamente accedió, me dijo que la deje, estuve feliz y le dije: espero que la cuides muy bien, adiós, muchas gracias.

Fui corriendo hacia mi casa apunto de llorar, y al llegar me dejé caer sobre la cama lamentándome de la muerte de los gatos cachorros y del abandono que había cometido. Les pedí disculpas a todos con las lágrimas deslizándose sobre mi rostro, no me lo perdonaba porque yo amaba a esa gata y a los fallecidos gatitos, lo único que pude hacer fue recordar el desatinado acto de patearlos y reconocer mis vacías y reiteradas promesas que le hice a Ángela, a la gata y a su último gatito. Continué llorando humedeciendo mis frazadas con las lágrimas de dolor y culpabilidad que brotaban de mis mentirosos ojos diciendo: perdóname gatita, perdóname gatita…

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